El comandante y el zar

Se escuchó la puerta rechinar, sus bisagras oxidadas delataron la presencia de alguien. Eran las 3 de mañana y Jiménez apenas pudo abrir los ojos. Sin embargo su instinto lo hizo levantarse de un salto. Su entrenamiento militar se apoderó de su razón y cual reloj suizo, mecanizado, preciso y sin defecto, apuntó su arma, que siempre tenía bajo la almohada, a la puerta. 
-Quien sea que esté detrás de la puerta está destinado a morir- pensó. Y sigilosamente se acercó. Aunque sus pasos eran silenciosos, los latidos de su acelerado corazón le impedían concentrarse, al punto que se detuvo un momento y respiró profundamente para calmarse un poco y retomar su asecho a eso que lo había despertado.

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A 5,000 kilómetros al este, recorría la costa mediterránea en su lujoso Mercedes Benz, quien era considerado el gurú motivacional de la década.  Su pasaporte había sido reemplazado cinco veces desde principio de año por tantos viajes a través del mundo. Él compartía su experiencia de cómo había pasado de ser un vagabundo en las calles de Moscú a un experto en superación personal, rodeado de lujos y viviendo la vida para la cual él fue destinado. Cada vez que cerraba los ojos recordaba los aplausos, los gritos de la gente, los destellos de los flashes de las cámaras. Eso lo hacía suspirar profundamente y provocaba una tímida sonrisa.
-Lo has hecho bien, “zar”, lo has hecho bien- se dijo a sí mismo. Mientras su chofer conducía a su hogar temporal en la Riviera Francesa, y su asistente personal, André, confirmaba la agenda para los próximos 5 días. Nunca nadie se percató de ese par de ojos que los seguían muy de cerca.

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-Cálmate, no es la primera ni la última- dijo Jiménez en su mente. –Si tanto te buscan, que te encuentren- pensó. Empuño su arma aún más fuerte. El sudor ya se hacía presente en su frente. El silencio ensordecedor lo confundía. Contenía la respiración pero temía que los latidos de su corazón lo delataran. Echó un vistazo por la ventana…nada. Enfocó en la poca luz que entraba por las rendijas de la puerta para identificar alguna silueta…nada.
Se fue acercado a la puerta y pedía que de una vez por todas apareciera quien lo venía buscando por años. Que mostrara su cara para poder acabar con ella de un disparo.
Con total sutileza llegó a la puerta, y se situó en dirección opuesta a las bisagras. Tiró de la puerta con fuerza y apuntó al vacío. –Hasta aquí llegaste- gritó, pero su voz se perdió con un suspiro de terror.
Sus pupilas dilatadas por la falta de luz se expandieron lo más que pudieron. Sus ojos se abrieron tanto que por poco y se salían de sus cuencas. Sus manos empuñaban la pistola y el dedo índice fue incapaz de moverse para realizar el disparo.
El terror que invadía a Jiménez lo paralizó. Su sudor se mezcló con lágrimas de frustración. ¿Cómo era posible? ¿Por qué nuevamente? ¿Qué era esto que lo visitaba cada vez más frecuente?
Frustrado, aterrado y confundido regresó a su cama. Esta era la cuarta vez que le sucedía en un mes. Tomó un sorbo de agua de la cantimplora que tenía cerca, se secó la combinación de sudor y lágrimas. Guardo su arma debajo de su almohada y se acostó. Esperaba dormir nuevamente, pero sabía que eso no iba a suceder. Como las veces anteriores, su mente divagaría por todos lados tratando de encontrarle lógica a estos eventos. Metió la mano en la mochila y tocó eso que era lo único que le traía tranquilidad en esos momentos.
Con los primeros rayos de sol, la esperanza de volver a dormir desaparecía con la penumbra de la noche. Nunca se hubiera imaginado que era vigilado de cerca. Muy de cerca.

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Por cuestiones de logística esta vez  pasaría menos de 24 horas en su casa del mediterráneo. La rutina era la misma después de cada maratónica: llegar a casa, 1 hora en el sauna, masajes, comida liviana, 1 hora en el gimnasio, otra hora de natación y una sesión de meditación. Pero cada vez, no podía creer hasta dónde había llegado. Sin duda alguna el destino le había sonreído y él había tomado ventaja de eso.
Habían pasado 7 años desde que “El zar”, como le decían a Nikolai, había dejado las gélidas calles de Moscú. Huérfano de padre, o por lo menos nunca lo conoció. Su madre era una sencilla mujer que buscaba cómo alimentar a sus 4 hijos, y Niko, como ella le decía, vino a jugar el papel de padre y esposo. El y su madre salían todas las mañanas a buscar entre los desechos algo que se pudiera rescatar y medio arreglar para que fuera lo más apetecible posible. Cuando no alcanzaba, Niko se retiraba del callejón donde vivían y encontraba refugio en una vieja bodega abandonada. Allí encontró lo que pareció una vez, una estantería llena de libros de los cuales a muchos solo le quedaban las tapas.
No sabía leer, pero si soñar pero Niko hojeaba el libro y solo se podía imaginar lo que allí decía. Cerraba sus ojos y miraba como su entorno empezaba a cambiar. El frio se convertía en calor, el hambre en saciedad. El invierno en verano y la pobreza en riqueza.
Si algo era Niko, si en algo sobresalía, era en contar historias. No había un día en el que no hiciera reír a alguien, otro vagabundo igual que él. De alguna manera tenía ese don de hacer creer a los demás que había algo más allá de la realidad.
El zar sintió un leve toque en el hombro, y abrió los ojos. Inhaló lo más que pudo y levente exhaló. El tiempo de meditación había terminado. Era hora de prepararse para la próxima gira.  André, su asistente le preparaba todo su equipaje. Lo único que, como regla, El zar hacía, era guardar en su maletín de cuero de Córdoba eso que le recordaba de dónde había venido.
Esta vez se subió a su Rolls Royce, puso su maletín a un lado de él y repasó con André la agenda para los próximos 5 días. En 15 minutos estarían en el aeropuerto, listos para abordar el Jet que los llevaría al oeste. Cinco años haciendo lo mismo, diciendo lo mismo. La rutina de El zar estaba a punto de tomar otro giro.

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 Jiménez se levantó temprano, como siempre. Se dio un baño y se alistó para salir. Llamó a su lugarteniente y lo cuestionó sobre su seguridad personal. No dio detalles de lo que había pasado, pero le aseguraron que nadie había entrado o salido del recinto. Puso su mochila en su espalda, alistó su fusil y se dirigió al campamento.
El comandante Jiménez era el encargado de proteger 2 kilómetros a la redonda del complejo guerrillero. Esta lucha de 12 años ya había hecho mella en su mente, hasta se le había olvidado porqué luchaban. Mientras recorrían el perímetro el comandante recordó aquella charla que les llegaron a dar a la escuela del pueblo. Esos “compas”, barbudos, mal vestidos y con caras de espantos les hablaban de aquello que todos querían, libertad, tierras, comida y salud.
Al llegar al primer puesto de vigilancia, el comandante Jiménez recordó como en esa ocasión, en la escuela, su corazón se desbordaba de su pecho al caminar por las calles de su pueblo vitoreando himnos revolucionarios y con lágrimas en los ojos empuño por primera vez un fusil, el fusil que hoy llevaba al hombro.
Estaba a punto de subirse al camión, que lo llevaría a él y a otros 35 niños de 10 a 17 años al centro de entrenamiento guerrillero, cuando de repente de entre la multitud salió su tía y le dio la mochila con ropa vieja y un par de zapatos de alguno de sus primos más grandes. Más adelante ese día en la noche, Jiménez encontraría algo en la mochila que aun llevaba consigo hasta el día de hoy.

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A 3 mil metros de altura el Jet privado de El zar sobrevolaba el mar
mediterráneo. Estos viajes se habían vuelto una rutina. Llegar al destino, ir al hotel, comer con los anfitriones, fotografiarse con los asistentes, escuchar su biografía y hacer la entrada triunfal. Hablar por cerca de 2 horas, hacer a la gente  reír, llorar y volver a reír. Contar esas historias que ya habían leído, visto en Youtube, pero en vivo no era lo mismo, era una experiencia inolvidable… para la gente. Para Nikolai era más de lo mismo.
Un profundo pesar cayó sobre él, y sentado en sillón de lujo, las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Nuevamente sentía el vacío. La soledad de las multitudes. La pobreza de la opulencia. Tenía todo pero no tenía nada. Nikolai recordó aquella vez en el callejón donde vivía su madre y estaba a punto de dejarla, ella le dio en una bolsa de papel aquel libro que Nikolai hojeaba.
En ese entonces él no sabía leer, pero por alguna razón lo había guardado. Eso ya había cambiado, así como la nueva vida de Nikolai, pero ese libro que siempre andaba en el maletín de cuero era su única fuente de satisfacción.
Las lágrimas no cesaron, y como pudo abrió su maletín. Sacó el libro viejo, desgastado y lo abrió. Lo había leído una y otra vez, pero lo cerraba cuando al leerlo sentía como que puñales le clavaran en el pecho.

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El comandante Jiménez se había acostumbrado a la guerra, estaba convencido que no había otra manera. Era así como se haría justicia por los necesitados. Sin embargo desde que fue ascendido, su manera de ver la guerra cambió, y se había tornado más en intereses personales. Silenciaba su conciencia diciendo que era un mal necesario.
Pero en las noches de soledad, especialmente con esas extrañas experiencias recientes, Jiménez sacaba de su mochila aquello que su tía le había dado. Era un viejo y maltrecho libro. Desde la primera vez que lo leyó lo cautivó, pero al pasar el tiempo ese libro creó en él conflictos. Leía que los pobres serían dueños de todo. Leía cómo todos los oprimidos esperaban su libertador, pero este al final resultó ser un fiasco.
El comandante, cansado, se sentó en la trinchera. Sacó el libro y empezó a leer nuevamente. Leyó cómo un “compa” había iniciado un movimiento revolucionario que había durado años. Y seguía en pie. Leyó como el camino a la libertad no era a través de la guerra, sino del perdón, del poner al otro como superior.  Leyó cómo encontrar la paz interior a través del Camino, La Verdad y La Vida.

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El zar abrió el libro y leyó la historia de un niño que nació en medio de la nada. Con todas las limitaciones habidas y por haber. Nikolai se miraba reflejado en ese relato, pero esta vez tuvo la fuerza para seguir leyendo. Leyó como los padres de este niño, destinado a morir, huyeron de su país para vivir como refugiados en otro lugar. Solo pudo imaginarse cómo este niño creció, probablemente, con una identidad falsa.  La pobreza era su pan diario, y Nikolai se seguía viendo reflejado.
A medida que leía y encontraba muchas similitudes con este personaje, la línea paralela entre ellos empezaba a separarse. Nikolai leyó cómo este, ahora hombre, en lugar de usar su influencia en las masas para hacerse rico, daba a los más necesitados. Entendió cómo este “elocuente conferencista” en lugar de que lo aplaudieran, se retiraba a la soledad a meditar, sin lujos.

Nikolai cayó de rodillas mientras sus lágrimas mojaban las hojas viejas del libro donde aquel “gurú” enseñó que era necesario dar todo, inclusive su vida por aquellos que lo seguían. Nikolai entendió que para ser grande es necesario ser el sirviente.

¿Continuará?

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